“Viudas e hijos…” se graduó como una propuesta con vuelo propio

“Viudas e hijos…” se graduó como una propuesta con vuelo propio

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La ficción de Underground (Telefé) encabezada por Paola Barrientos y Damian de Santo, que propone recuperar la música argentina y las costumbres de los 90, marcó anoche un comienzo auspicioso con un promedio de 21.3 puntos de rating que, según Ibope, le permitió liderar el lunes.viudas-e-hijos-del-rock-and-roll

A la probada fórmula de la melancolía ochentosa, que le valió a “Graduados” una permanencia con lauros en la pantalla chica, esta vez la productora de Sebastián Ortega optó por transitar una senda no demasiado alejada de aquella que recorrió en 2012, pero con la suficiente astucia para incorporar -al menos por momentos- condimentos nuevos y distintivos.

Con un verdadero seleccionado de actores, que se completa con un desopilante Fernán Mirás, Juan Minujín, Mex Urtizberea, María Leal, Luis Machín, Verónica Llinás, Celeste Cid, Julieta Ortega y Griselda Siciliani, entre otros, “Viudas…” acertó en proponer una historia con dosis exactas de humor absurdo y emoción.

Escrita por Ernesto Korosky, Silvina Fredjkes y Alejandro Quesada, el mismo equipo autoral de “Graduados”, este primer envío demostró que un buen guión es capaz de lucir una historia coral con un ritmo absolutamente vertiginoso sin saturar ni aburrir.

“Ante todo es un homenaje al rock. La idea es reflejar la música y los códigos de una generación”, había dicho Pablo Cullel, el productor del envío que permitió a los espectadores escuchar temas de Luis Alberto Spinetta, Fito Páez, Sumo y Soda Stéreo en el “prime time” televisivo.

El primer capítulo comienza en enero de 1992 en un parador de Villa Gesell. Una multitud baila la canción “Jijiji” de Los Redondos al pie del estudio móvil montado por la radio Z Rock, emporio del icono de la música local, Roby Bettini (Lalo Mir).

Entre la turba de adolescentes extasiados y a la moda de la época están ellas: Miranda (Barrientos), una “rollinga” de modos ásperos, femineidad acotada, fanática del rock nacional e hija de Roby; y Sandra (Ortega), su mejor amiga, una morocha infartante más interesada en cosechar miradas ajenas que en la música.

Pero, designios del destino mediante, en esa fiesta también están Rama (Mirás) y su inseparable compañero Diego (De Santo), un joven de barrio que se enamora a primera vista de Sandra. Las miradas no tardan en cruzarse. La siguiente imagen los muestra de madrugada compartiendo una cerveza en la orilla del mar.

“Tengamos un verano de furia”, le propone él y ambos deciden dar comienzo a un romance rabioso por fuera de toda convención: no se pasarán los teléfonos, ni se dirán mucho sobre su vida personal. La única certeza que se prometen es reencontrarse al pie del Obelisco porteño el 14 de febrero a las 10 de la noche, juramento que deciden sellar con un tatuaje alusivo.

“Apostamos a que los padres puedan sentarse junto a sus hijos y mostrarles cómo eran las lealtades, el amor, el nivel de compromiso, cuando no existían los celulares ni Internet, y por supuesto está la posibilidad de compartir aquella música”, había explicado De Santo.

Si bien no todo tiempo pasado necesariamente fue mejor, lo cierto es que siempre aparece más veloz, lleno de datos, sucesos, memorias. Y en “Viudas…”, esa premisa pareciera no ser la excepción a la regla.

Porque enero termina para Miranda con un sabor agridulce: a la ilusión romántica de volver a ver a Diego, se le contrapone la amarga realidad de encontrar juntos a su papá y a su mejor amiga. Desde entonces y hasta el día de la fecha -que es cuando retoma la trama- no volverá a querer saber de ellos.
Por suerte, tiene aquel dibujo indeleble sobre la piel que le permite encontrar sosiego en el trillado Día de los Enamorados. La pantalla anuncia que es 14 de febrero y muestra los dos jóvenes rockeros preparándose para salir al reencuentro.

Por esas voluntades antojadizas del azar -o de la ficción, que a veces son lo mismo-, Diego tiene un accidente y no logra llegar a tiempo al Obelisco.

Miranda llora. Odia a su papá, odia a Sandra y odia a Diego. “Si esto es la filosofía del rock, que te convierte en el inodoro donde todos vienen a tirar su mierda, yo no la quiero. Hoy empieza una nueva vida”, le grita Miranda a un cartel con la cara de su padre, al filo de un puente en medio de un día de lluvia.

Y, una vez más, la casualidad se interpone cuando un ciclista la choca y ella cae sobre el capó de un auto que maneja Segundo (Minujín). La epifanía es doble: a su promesa de dar un giro a su vida se suma la del conductor, que promete “enderezarse y tener una familia” si esa chica, hasta entonces desconocida, se salva.

Corte. Ahora la pantalla anuncia que estamos en 2014. Miranda y Segundo están casados y tienen dos hijos. Son parte de una familia adinerada donde el rock resuena simplemente como una melodía de mal gusto y el pasado de ella es una foto olvidada en algún rincón archivado de la memoria.

Hasta que el mundo musical se anuncia de luto con la muerte de Roby. Es en el funeral donde Sandra se reencontrará con su pasado, su presente y un futuro inesperado: Sandra, la última viuda del locutor, interesada en quedar al frente del imperio del rock; Vera (Cid), una hermanastra desconocida y Diego, aquel amor perdido de verano.

“Los chicos sub-25 ya no miran tevé y nuestro mayor desafío es llevar a la pantalla un programa popular que llegue al corazón de la gente y sea capaz de identificar a distintos públicos desde lo generacional”, había adelantado Culell sobre la tira.

Con un sello que inevitablemente recuerda la impronta que dejó su antecesor “Graduados”, tal vez Underground sea capaz de abrevar nuevamente en la fórmula de un éxito sin necesariamente tener que repetirse.

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