En Sociofobia, el pensador y ensayista español César Rendueles asegura que la explosión de las redes sociales y las tecnologías de la comunicación, ajenas en su supuesta igualdad al sistema de castas de la forma-partido y la representación, operan como una democracia ilusoria a consecuencia de una larga crisis de legitimidad del sistema político, en su país y en casi todo el resto del mundo.
El libro, ganador al mejor ensayo del diario español El País durante 2013, fue publicado por la editorial Capitán Swing, y en la Argentina por Capital Intelectual.
Rendueles es doctor en filosofía y docente en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid. Fue miembro del colectivo Ladinamo. Ha preparado diversos textos sobre Karl Marx, Karl Polanyi, Jeremy Bentham y Walter Benjamin. Escribe habitualmente en su blog, Espejismos digitales.
Esta es la conversación que sostuvo conTélam desde Madrid, donde reside.
T: ¿Cómo entender desde la periferia del globo la explosión de grupos o colectivos autónomos (del sistema de partidos, del estado) que pelean cuerpo a cuerpo, algunos por lugares en ese sistema de partidos, otros en la antigua tradición autonomista italiana?
R: En España existe una enorme crisis de legitimidad del sistema político constituido tras la muerte del dictador Francisco Franco, en 1975. Ha sido un régimen muy consensual, que prácticamente nadie ha desafiado y que establecía que algunos temas quedaban fuera de la discusión política: en especial, los beneficios y privilegios de las élites económicas y políticas. Por eso hemos heredado un sistema económico especulativo que se parece sospechosamente a un timo piramidal y un sistema fiscal ridículamente regresivo. Era un consenso tan hegemónico que su crisis ha afectado también a buena parte del antagonismo político, como partidos de izquierda u organizaciones sindicales. Nos está obligando a buscar fórmulas de reapropiación del espacio político que la mayor parte de la gente considere legítimas y significativas: eso ha sido, en última instancia, el 15-M, el movimiento de los indignados. No obstante, es importante entender que esta crisis de legitimidad no equivale a un derrumbe de la propia estructura del estado, como sí ha ocurrido en las últimas décadas en algunos países latinoamericanos. Aunque España se incorporó tarde y mal al estado de bienestar europeo (fue en los años ochenta, en plena bajamar neoliberal) los dispositivos administrativos y gubernamentales siguen siendo lo suficientemente sólidos para que mucha gente los considere una realidad indeseable pero inamovible.
T: Supongo que en esta movida alguna importancia tendrán los jóvenes y el uso que hacen de las redes sociales. ¿Cuál es tu opinión al respecto?
R: La categoría joven se ha extendido tanto que no sé si designa ya nada en concreto. Si hablamos de las personas que tienen menos de 29 años, no me parece que sea un colectivo particularmente movilizado, al menos en España. Creo que en buena medida la iniciativa política está en manos de gente de mediana edad desencantada del capitalismo con rostro humano que se les vendió a principios del siglo XXI. Cada vez más gente se da cuenta de que la ida de conseguir el bienestar material y social a través del consumismo -o sea, mediante una imitación low cost del estilo de vida de los ricos- es absurdo y pernicioso. Las tecnologías de la comunicación son sencillamente nuestra realidad. En el siglo XIX, las tabernas fueron lugares de encuentro del movimiento obrero, pero no tenemos una teoría tabernológica del cambio político. Nos comunicamos a través de las redes sociales, claro. ¡No vamos a usar palomas mensajeras! Pero las iniciativas políticas más exitosas están teniendo que ver con formas de compromiso bastante tradicionales. Basta pensar, por ejemplo, en el movimiento en contra de los desahucios de vivienda, que es básicamente una red de apoyo mutuo clásica.
T: ¿Qué dirías del grupo Podemos?
R: He apoyado públicamente la candidatura de Podemos. Es una iniciativa que asume la mayor parte del programa de la izquierda política tradicional pero con cambios institucionales y discursivos que permitan interpelar a la mayoría social. En ese sentido, es un proyecto cercano al 15-M, no en el sentido de que pretende representar a los indignados, sino que sería incomprensible sin el proceso que se inició en las plazas españolas en mayo de 2011. El Parlamento Europeo es una institución carísima y básicamente decorativa. Su principal función es dar un barniz de democracia a la Unión Europea (UE), cuyos engranajes reales son una mezcla de intereses nacionales enfrentados, tecnocracia y sumisión al capital internacional. Aun así, es un escenario tan bueno como cualquier otro para escenificar una irrupción institucional muy necesaria.
T: El capitalismo financiero es el discurso del amo contemporáneo, con sus medios, su vastedad, sus paraísos fiscales. La política ¿sirve para romper ese entramado?
R: Muchas veces imaginamos la globalización como un proceso reciente relacionado con las tecnologías de la comunicación y el consumo sofisticado. Es un error. El capitalismo ha sido expansivo y global desde sus orígenes. Desde muy pronto comenzó a desafiar la autonomía política de los parlamentos y la soberanía nacional. La financiarización global contemporánea es un retorno a la normalidad del capitalismo. El consenso político y económico posterior a la Segunda Guerra Mundial consistió en embridar al mercado para recuperar la soberanía nacional. Fue una decisión política consciente y muy eficaz, conviene recordarlo, no una especie de inercia burocrática. Necesitamos repetir ese gesto de repolitización con intervenciones adaptadas a nuestro tiempo: menos dependientes, tal vez, del estado-nación, y más profundamente democráticas.
T: ¿Es es más fácil que estas experiencias alternativas tengan lugar en países con una tradición de izquierda fuerte, incluso ácrata, que otros que no la tienen o es mucho más débil, Argentina por ejemplo?
R: Es difícil contestar. En España la debilidad de la izquierda está siendo un freno enorme al cambio político. Pero, por otra parte, las propias tradiciones de izquierda constituyen una gran limitación. Necesitamos superar cierto dogmatismo elitista de izquierda, convencernos de esa idea escandalosa que es la democracia radical. Tradicionalmente la izquierda ha oscilado entre dos estrategias: o bien ha tratado de radicalizar a la gente o bien a tratado de conquistar el centro político moderando su discurso. Yo creo que el único camino es convencer a la gente que ya es de izquierdas, de que las aspiraciones más comunes -tener un trabajo, formar una familia, no tener que emigrar, educarse y tener una vida cultural activa- obligan a destruir el mundo tal y como lo conocemos.