
En una coyuntura marcada por el hartazgo social y la fatiga institucional, el fenómeno electoral que protagonizó Oscar Montagni en la localidad de Alvear –recientemente elevada a ciudad– merece ser leído más allá del estrecho margen que lo separó del oficialismo.
Con 724 votos y una campaña de bajísimo presupuesto, Montagni logró lo que muchos creían inviable: reinstalar una figura política que supo gobernar con peso propio, sin estridencias, y que ahora desafía al poder local sin necesidad de aparato.
Lo notable no fue solo el caudal de votos, sino la forma en que fue conseguido. En tiempos donde la política parece regirse por algoritmos, influencers y promesas prêt-à-porter, Montagni recorrió casa por casa, sin carteles ni jingles.
Su campaña fue una apelación directa al contacto humano, a la memoria colectiva, a esa política de proximidad que las consultoras no pueden medir, pero que –cuando se activa– tiene efectos sísmicos.
Fue presidente comunal entre 1989 y 2009, y su gestión dejó marcas que siguen siendo puntos de inflexión en la historia local: la radicación de General Motors en 1995, la extensión de la red de gas natural en 2007, la creación de la radio local, y su participación en el Plan Estratégico Metropolitano de Rosario.
También estuvo presente en momentos de relevancia nacional, como el anuncio del préstamo de ANSES a GM en 2009. Montagni no habla de desarrollo: lo gestionó.
Sin embargo, su retorno no fue solo una evocación nostálgica. Ocurre en una ciudad que crece sin rumbo. Alvear, en pleno proceso de expansión urbana, sufre cortes de luz constantes, carencia de planificación y una evidente desconexión entre el relato oficialista y la realidad cotidiana.
La gestión actual, que lleva 16 años en el poder, parece más preocupada por sostener un guion que por responder a los desafíos concretos del presente. Un relato único que ya ni sus propios voceros creen, pero que se repite con la esperanza de que la repetición supla la credibilidad.
En ese marco, hubo un episodio que funcionó como síntesis tragicómica del momento: la aparatosa inauguración de una rotonda frente al parque industrial. El acto se organizó con una magnitud escénica digna de una obra de infraestructura nacional, cuando en realidad se trataba de una intervención vial menor. Nadie discute la utilidad de la rotonda, pero sí la desproporción del relato con respecto a los hechos. Fue, en definitiva, un síntoma de época: más narrativa que gestión.
La figura de Montagni incomoda porque desnaturaliza la supuesta unanimidad oficialista.
Porque su sola aparición, sin estructura, sin pauta, sin redes diseñadas por consultoras, bastó para recordarle a la dirigencia que la política –la real, la de territorio y contenido– todavía respira.
Que el pueblo, incluso en silencio, puede hablar. Y que cuando lo hace, no siempre elige lo nuevo, sino lo que no lo traicionó.
El oficialismo, previsible, agitó los viejos fantasmas judiciales que arrastra el ex mandatario. Pero los vecinos no votaron con el expediente, sino con la memoria.
Montagni no necesitó prometer. Ya había hecho. Y esa diferencia –en un ecosistema político saturado de marketing y promesas incumplidas– fue suficiente.
En definitiva, lo que ocurrió en Alvear no fue solo una elección municipal. Fue una alegoría. Montagni no ganó en los números, pero perforó el blindaje simbólico del oficialismo. Irrumpió en una escena adormecida con la fuerza de lo que no se esperaba.
Y tal vez, como ocurre en política más a menudo de lo que se cree, lo verdaderamente importante no sea quién gana, sino quién cambia el curso del relato.
Y en Alvear, donde ya no alcanza con cortar cintas ni con discursos huecos, la irrupción de Montagni recordó una verdad tan elemental como incómoda: el pueblo no siempre olvida. A veces, simplemente espera. Y cuando vota, no solo elige: señala.